La pluma
Una vez más vio en su hijo, “el chico”, esa carita mezcla de incomprensión y desilusión. Pero él tenía la certeza de que no se equivocaba. Pensaba que no existía mejor regalo para un niño, aunque ese pequeño, aún, no lo supiera.
No existía nada más bello que esa pila de pliegos, cosidos entre sí, recubiertos por un trozo de cartón forrado a su vez de cuero o alguna materia semejante. Ese presente no era más que un libro para ese pequeño, que siempre esperaba algún juguete o un balón. Pero Manuel no cesó en su empeño, cada dos o tres meses aparecía con otro ejemplar, que se convertía junto a los demás en un contenedor de polvo que, eso sí, protegería la librería de los ácaros.
Manuel se pasó toda su vida trabajando, ni más ni menos que sus congéneres. Le tocó vivir la dura etapa de la postguerra y tuvo que emigrar al extranjero. Tenía dos trabajos, por la mañana ejercía de oficial impresor, de ahí su afición a cualquier papel impreso, y por la tarde se trasladaba al séptimo arte, y proyectaba películas en su empleo de jefe de la cabina del mejor cine de Tánger. No tenía mucho tiempo para dedicarle a sus hijos, quizás por eso al volver a España y conseguir un sólo trabajo bien remunerado en un buen cine, decidió junto a su mujer tener otro vástago, al que llamó Salvador, catorce años después del último.
Tener más tiempo, o quizás tener muchos más años, le encaminaron a dedicarle al pequeño las horas que no pudo regalarle a sus hermanos.
“El chico” fue creciendo y un día de lluvia ante la imposibilidad de salir a la calle a jugar y sin saber que estaba siendo observado por su padre, sacó un libro de la estantería. Era un tocho, en la portada había un señor mirando el fondo del mar a través de un cristal. Lo abrió y cuando vio esa infinidad de letras pequeñitas y juntitas se dispuso a cerrarlo de nuevo, pero se quedó inmóvil recordando las palabras que su padre le dijo.
—Abre un libro empieza a leerlo y si consigues terminarlo no pasará ni un día en tu vida, en el que no sientas la necesidad de leer.
“20.000 leguas de viaje submarino” fue el primero, le siguieron Tom Sawyer, el Principito y cientos de títulos más.
Un día Manuel llegó a casa con un pequeño paquete envuelto en papel de regalo, se lo entregó a su hijo, que rápidamente lo rasgó, dejando ver un estuche negro. Al abrir la cajita apareció, negra y brillante, una pluma estilográfica, levantó la mirada ilusionada e interrogante hacia su padre y este le dijo.
—¿Te gustan los libros?
—¡Sí!—exclamó Salvador
—Pues escribe uno.
Ese día pasó y muchos más, Manuel se marchó a un lugar mejor, “el chico” siguió creciendo, caminando por lo senderos coloreados de esta vida, a veces grisáceos, y otras, rosados. Y un día decidió... Perdón no me he presentado, y esto no está bien, pero tiene arreglo.
Me llamo Salvador Collantes, soy escritor y este que aquí os narro es el prólogo de mi tercera novela, la que le debo a mi padre. Cada vez que me acuerdo de él, y eso pasa todos los días, cierro los ojos y veo mi manita agarrando esa pluma, deslizádose suavemente sobre el trozo de papel, transcribiendo las palabras de Verne. Ese fue el primer proyecto que me encargó el viejo y aún hoy cuando me bloqueo lo vuelvo a hacer.
Gracias por enseñarme este infinito universo dónde TODO es posible.
Carlos Valdés Cervantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario