jueves, 5 de abril de 2012

No hay estrellas en el paraiso




No hay estrellas en el paraíso
Vivo en el paraíso y es casi igual al que me describió mi madre ¡La recuerdo tanto! Era una mujer muy querida por todos, se veía redondita, siempre llevaba largas faldas de colores que se movían al compás de sus pasos, su piel era como las piedras negras que nos protegen del mal de ojo y sus labios gruesos y colorados me llenaban de besos. Su cabello rizado igual al mío nos hacía reír cuando jugábamos a que eran pequeños resortes, estirábamos un mechón y rebelde volvía a su lugar una y otra vez, su mirada amorosa me convertía en el mejor de los niños. Ella siempre tenía razón, por eso sigo sus consejos a pesar de haberla perdido en medio de la noche. Es como si aún estuviera a mi lado y pudiera escucharla y sentirla en todo momento. Cuando tengo frío y miedo pienso en ella muy fuerte y todo pasa. Yo también soy como la noche, es decir mi piel es oscura y mis ojos según ella son las estrellas que se ven titilar en la noche. Tengo 10 años y me llamo Mombo, aunque aquí me han cambiado el nombre y ahora me llaman Rodolfo. La señora Belinda es la directora, es una mujer muy alta y delgada del color de la luna. Hoy me llamó muy temprano a su oficina para avisarme que me vendrán a buscar. Alina fue la primera en marcharse. Yo no me quiero ir, fue difícil llegar a este gran edificio verde para tener que abandonarlo ahora. La directora dice que una nueva vida me espera ¿será otro paraíso? ¡Estoy tan confundido! Aquí me están enseñando muchas cosas y me dan comida todos los días. Tampoco sé muy bien por qué a los niños nos trajeron a este lugar, parece que todos vivieran aquí. Hay muchas camas, una para cada uno, también hay juegos, libros con hermosos dibujos y lápices para colorear. Me dijeron que en las letras grandes de afuera dice “Centro de Acogida para Niños Inmigrantes” pero esas palabras tampoco sé lo que significan.
Desde el patio puedo ver la ventana de la dirección. Me gusta mirar las caras de las señoras y sus esposos cuando vienen y revisan las carpetas de la directora, en esas carpetas están las fotos de todos los niños y las miran una y otra vez. A veces levantan la mirada hacia la ventana y la señora Belinda señala a alguno de nosotros. Esta mañana unos ojos parecidos al color del mar me miraron y la señora bonita me sonrió.
Ella, mi madre, me dijo que el paraíso era verde y era la libertad. Esa última parte no la comprendo mucho ¿qué es la libertad? Le temo a la noche y a la vez me hacen falta las estrellas. Pensé que podría verlas desde el paraíso como las veía desde la choza en las noches calurosas, en el lugar donde nací, en África donde brillaban esplendorosas y jugábamos con ellas. Pero no, desde aquí casi no puedo verlas. Habíamos andado durante muchos días desde nuestro pueblo hasta Marruecos, y de allí partimos casi huyendo en medio de la noche oculta y silenciosa. Estábamos muy asustados. Alina y yo tomados de las manos de mamá mientras ella esperaba escuchar entre susurros nuestros nombres en la bendita lista que nos alejaría de la pobreza y el hambre. Antes de salir, la última noche que pasamos en la choza grande donde nos habían reunido cerca de la costa, nos dijeron que el recorrido sería duro. Tal vez algunos no podríamos soportarlo pero otros tendrían la fortaleza para alcanzar esa tierra llena de promesas. La recompensa serían las verdes praderas cultivadas, tendríamos alimentos y podríamos ir a la escuela y aprender. Debíamos luchar por llegar allí. Esa noche lloré, sentí temor de no saber lo que me podía encontrar. Mamá nos consolaba y nos decía que sería lo mejor para nosotros. En África ya no se podía vivir, solo conseguíamos migajas y teníamos que buscar otras tierras. Nos acercamos en fila y en silencio a la orilla, frente a nosotros se adivinaba el océano oscuro y allí cinco pateras nos esperaban. A nuestra familia le tocó la tercera. Aparte de mamá y Alina estaban mi hermano mayor y varios primos. Otras familias se encaramaron también a la barca y muy juntos uno al lado del otro sentimos un empujón hacia el mar. Nos alejamos de la orilla sin encender el motor para no hacer ruido, solo con el chocar de las olas contra el fondo de madera de la barca y el murmullo de las oraciones abandonamos África. Después de un rato casi aguantando la respiración y sin movernos, sentimos el sonido del motor que arrancaba y el bote comenzó a deslizarse sobre el mar chocando contra la espuma que iluminaba la luna. Habíamos avanzado un poco, los hombres discutían y señalaban la parte de atrás del bote, sus voces alteradas y nerviosas indicaban que algo no andaba bien, hasta que un sonido ahogado paralizó la embarcación. Ahora solo se mecía entre las aguas del mar. Habíamos quedado a la deriva. Cuando cae la noche no puedo evitar recordar el frío, el dolor que producían las llagas sobre mis hombros al salir el sol, la sal que se pegaba de nuestros cuerpos y mis labios cuarteados. Y el otro dolor, el más intenso, cuando buscando a mi madre comprendí que ya no estaba. Me había dormido entre sus brazos arrullado por sus palabras débiles mientras el bote hacia esfuerzos por avanzar. Ya amanecía y el sol comenzó a picar sobre mi piel llena de costras de sal, la sed me quemaba la garganta y tenía la lengua tan hinchada que se asomaba entre mis labios resecos. Abrí los ojos para buscar su consuelo y ya no estaba, tampoco la prima Calinda. Con la llegada de cada amanecer la barca iba perdiendo peso. Las almas y los recuerdos me seguían acompañando, pero ellas ya no estaban. El sol era insoportable en el día y el frío inclemente de noche. A mi lado quedaban dos hombres, un poco más atrás una mujer que dormía todo el tiempo y Alina, que lloraba noche y día, yo quería poder ayudarla, pero no sabía cómo hacerlo. Nuestra madre había muerto de noche como los otros. Primero sentíamos los sollozos cuando la penumbra invadía la barca, luego los abrazos iban perdiendo su fuerza y un silencio estremecedor se adueñaba de todo. Al poco rato se sentía caer un bulto al mar, entonces el viento encontraba la patera más liviana para conducirnos al paraíso. La noche que mi madre fue arrojada al mar yo quedé seco, no me quedaban lágrimas y tampoco había agua para saciar la sed. Recordé la tierra árida, cuarteada y sedienta que habíamos dejado atrás para llenarnos de mar y navegar al paraíso. Sentí que también tenía seco el corazón. Mi hermano mayor se acercó y me dijo muy bajito que faltaba poco. Después debo haberme quedado dormido otra vez, volvieron el frío y la oscuridad, no dejaba de temblar y todo me daba vueltas, yo me tapaba los oídos con las manos cuando presentía por el leve movimiento de la barca y los murmullos, que otro cuerpo pronto iba a ser lanzado al mar.
Después de varios días, nunca sabré cuántos, flotando a la deriva, en medio de una noche tormentosa, mientras los rayos partían el cielo y caía tanta lluvia que la barca se llenaba rápidamente de agua, sentí que una luz muy fuerte nos alumbraba. Era un grupo de pescadores que afortunadamente nos vio y quiso ayudarnos. Nos remolcaron con su embarcación hasta la orilla, y nos dijeron que habíamos llegado a Granada. Al llegar nos entregaron a unas personas uniformadas que daban órdenes en medio de un montón de gente, nos dieron mantas para protegernos del frío y un poco de líquido que debíamos beber muy lentamente. Pude ver cómo a mi hermano y a las otras personas mayores se los llevaban de allí rápidamente en un vehículo. Nunca he vuelto a saber de él, tampoco de las otras personas que partieron la misma noche que nosotros. Alina y yo estábamos solos.
Estoy solo, también estoy triste. Espero a alguien que me diga si este es el mismo cielo que yo conocí. Si lo miro fijamente durante mucho tiempo sin cerrar los ojos me parece percibir a mi madre entre las tímidas y pequeñas estrellas que apenas se dejan ver allá arriba. Intento hablar con ellas y encontrar una señal de mi madre, que me diga si hoy es el paraíso o será mañana cuando me haya marchado. 

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