¿Qué os puedo contar de los veranos en Carrión del Campo? Nos daban las vacaciones y en un par de días nos encontrábamos delante del Seat 850 de mi padre. Mis cuatro hermanos y yo nos contorsionábamos hasta lograr sentarnos en el asiento trasero, mientras mis viejos cargaban el equipaje en la baca. Después de asegurar, con pulpos, la montaña de maletas partíamos hacia la sierra. Tres horas y muchas curvas más tarde llegábamos al pueblo.
En esa casita, donde vivían todo el año los abuelos, pasé los mejores momentos de mi infancia, aparecía al final de la general que atravesaba la población,era pequeñita, coqueta, con ese terreno trasero, mitad huerto y mitad virgen, que transformábamos en campo de fútbol, convirtiendo en porterías los tendederos de la abuela, fabricados con un mecanismo bastante complejo: una guita amarrada por sus extremos a sendos olivos.
Salíamos después de desayunar, equipados con nuestros calcetines tapatobillos y unos pantalones con unas perneras que terminaban dos centímetros más abajo de las ingles, dejando al descubierto nuestras blancas piernas que poco después aparecerían salpicadas de moratones. A media mañana el partido se veía interrumpido por mi madre, que atravesaba el terreno de juego cargada con un balde lleno de ropa limpia. Iba tendiendo pausadamente las ropas que desprendían ese particular olor a jabón y que al mezclarse con el aroma del romero, del tomillo, de los rosales del abuelo, y de aquel verde inmenso que nos rodeaba, creaba una fragancia exclusiva que lo envolvía todo. Reina la paz en aquel paraíso infantil, hasta que algún balón pasaba cerquita de las inmaculadas sabanas colgadas. Mamá suspendía el partido, llamaba al responsable de último tiro y señalándolo, amenazante, con su dedo indice, le advertía de la posibilidad de dejarnos sin cine de verano si cualquier prenda era, siquiera, rozada por la pelota.
Corríamos, saltábamos, convertíamos los árboles en castillos, esperamos sentados en sus ramas, oteando el valle, imaginábamos que subía por la ladera un poderoso ejercito envuelto en una densa niebla de polvo levantado por el galope de cientos de caballos. Adivinábamos sus claras intenciones de atacar y arrasar nuestra fortaleza, pero nosotros, capitanes audaces de los mejores soldados del reino, lo defendíamos hasta la extenuación y los cobardes caballeros huían pendiente abajo, asustados por tan valerosas huestes.
Salíamos después de desayunar, equipados con nuestros calcetines tapatobillos y unos pantalones con unas perneras que terminaban dos centímetros más abajo de las ingles, dejando al descubierto nuestras blancas piernas que poco después aparecerían salpicadas de moratones. A media mañana el partido se veía interrumpido por mi madre, que atravesaba el terreno de juego cargada con un balde lleno de ropa limpia. Iba tendiendo pausadamente las ropas que desprendían ese particular olor a jabón y que al mezclarse con el aroma del romero, del tomillo, de los rosales del abuelo, y de aquel verde inmenso que nos rodeaba, creaba una fragancia exclusiva que lo envolvía todo. Reina la paz en aquel paraíso infantil, hasta que algún balón pasaba cerquita de las inmaculadas sabanas colgadas. Mamá suspendía el partido, llamaba al responsable de último tiro y señalándolo, amenazante, con su dedo indice, le advertía de la posibilidad de dejarnos sin cine de verano si cualquier prenda era, siquiera, rozada por la pelota.
Corríamos, saltábamos, convertíamos los árboles en castillos, esperamos sentados en sus ramas, oteando el valle, imaginábamos que subía por la ladera un poderoso ejercito envuelto en una densa niebla de polvo levantado por el galope de cientos de caballos. Adivinábamos sus claras intenciones de atacar y arrasar nuestra fortaleza, pero nosotros, capitanes audaces de los mejores soldados del reino, lo defendíamos hasta la extenuación y los cobardes caballeros huían pendiente abajo, asustados por tan valerosas huestes.
Tardes de sol estival, de viento del norte, naturaleza en estado puro. Esta mezcla, regada con chorros de imaginación infantil, conducía inequívocamente a momentos inolvidables de una niñez sana.
Así era mi hogar de Carrión, era el huerto de nuestros sueños donde cada verano recogíamos la cosecha de felicidad.
Carlos valdés Cervantes
No hay comentarios:
Publicar un comentario