martes, 19 de abril de 2011

SESOSTRIS





SESOSTRIS



Faltaban pocos minutos para que el reloj indicara las siete de la mañana, desde hacía media hora me estiraba y contaba los segundos para que mamá viniese a despertarme. Era domingo, mi día favorito, día de playa y de aventuras. Me esperaban Sesostris y sus misterios, emocionada e inquieta no podía dejar de pensar en aquel lugar.


Ya se escuchaban los pasos de mamá y el aroma a café por toda la casa, pero yo prefería esperarla acostada para sentir su cálido beso en mi mejilla y ese olor limpio y agradable que llenaba la cama de sonrisas cómplices en un simple “buenos días”


Partimos y durante el camino papá manejaba el viejo carro con destreza a medida que avanzábamos por la carretera serpenteante, mal pavimentada y polvorienta que conducía a Puerto Cabello. Yo, sentada en el asiento posterior, jugaba a imaginar por dónde íbamos pasando, habíamos recorrido esa ruta tantos domingos que aún sin mirar, presentía las sombras por la frescura, y sentía el olor salobre a mar cuando apenas se comenzaba a divisar a lo lejos.


Sentí que nos deteníamos, enseguida me quite los zapatos, presagiando la textura de la arena húmeda y fresca cerca de la orilla donde el señor Juan esperaba por nosotros para llevarnos hasta “Isla Larga”. Su bote también largo, tenía capacidad para quince personas, era azul y la pintura ya estaba un poco descascarada dejando asomar el blanco, casi como una reverencia de las olas al marinero que las navegaba día tras día. El Viejo Juan no era tan viejo, pero tenia el rostro surcado de experiencias marinas, el sol y la sal habían marcando caminos en su piel dándole aspecto de viejo de mar. Cuando me vio, guiño un ojo y me dijo.


-Tu barco te espera


Yo simplemente sonreí, sabía que me esperaba. Durante el recorrido me recosté en uno de los bancos para sentir el rocío de las olas salpicando mi rostro, mientras observaba los flecos del toldo, causaba mucha risa verlos plegarse todos en una misma dirección cumpliendo una orden imaginaria del viento. El motor con su ronquido monótono me arrullaba mientras el bote cabalgaba las olas, yo me dejaba llevar por mis fantasías.


Sesostris, inmenso, hermoso, imponente como su nombre cual faraón egipcio. Imaginaba sus bodegas y salones, descubriendo implementos marinos, instrumentos y cartas de navegación, enciclopedias, mapas. ¿Cuantas maravillas habría guardado dentro de si? Quizás por su cubierta habían transitado marineros de otras latitudes, a cargo de un Capitán muy bien uniformado al timón. Y él, majestuoso rompiendo las olas contra el viento.


La voz de papá me saco de mi ensueño. ! Habíamos llegado a la isla! Mis ojos lo buscaron inmediatamente, allí estaba tal como lo había dejado el domingo pasado, con su orgulloso mástil todavía apuntando al cielo, y su casco carcomido y oxidado, reposando en la arena, medio sumergido en el mar que lo acaricia, roto, herido pero siempre imponente, hundido hace más de 70 años.



El Sesostris partió de Alemania en 1939 a comerciar con las Américas cuando lo sorprendió la segunda guerra mundial y no pudo regresar, El capitán del barco alemán se mantenía a la expectativa, aceptando pasivamente las órdenes recibidas de las autoridades venezolanas, pero también listos para llevar a la práctica las instrucciones recibidas oportunamente, de su gobierno. Estas últimas eran claras y simples: la nave no debería caer en manos del enemigo en ningún momento ni bajo ningún concepto. Si tal situación fuera inminente, el barco tendría que ser hundido de inmediato.


Así se decidió su destino, y ahí está, reposando sus restos eternamente en el mar Caribe.


Un grupo de cinco personas nos acercamos al casco del barco y pudimos ver que era fácil recorrerlo, a poca distancia de la superficie se podían observar muchos detalles, el agua era cristalina y el sol iluminaba el fondo a poca profundidad. Con el equipo básico de buceo pudimos nadar sobre el barco y observar a los peces que se desplazaban en grupos, parecía una comparsa de carnaval exhibiendo sus extravagantes colores, y algunas especies, no se bien si tímidas o traicioneras, se escondían bajo los corales que ahora engalanaban la nave. La armonía de los colores, las plantas dejándose mecer por la corriente y jugando a esconderse apenas un pez se acercaba a besarlas, la gran variedad de formaciones coralinas simulando hermosos encajes tejidos por la naturaleza, y el silencio… el silencio era abismal, profundo, como un universo de luz y movimiento, solo perturbado por los latidos de mi corazón. Un par de medusas pasaron muy cerca sin interesarse por nosotros, parecían globos transparentes flotando en el cielo, un cardumen de sardinitas plateadas se coló a través de una abertura del barco y poco después las vimos aparecer por otro lado. Nos desplazamos a lo largo del barco, algunas partes sobresalían del agua, en otras podíamos ponernos de pie, la parte mas profunda se perdía de vista en una fosa donde habitaban especies de mayor tamaño.



Observaba ese amasijo de metales retorcidos y no dejaba de darles forma en mi mente. Retrocedía en el tiempo para sentir la algarabía de la tripulación al divisar las costas y descubrir las aguas transparentes y tranquilas a las que habían llegado. Ahora seguía lleno de vida, de una gran diversidad de fauna marina.


Al volver a la playa papá y mamá habían encendido una fogata y un olor especial se percibía en la isla, pues unas ramas de manzanillo ardían perfumando el ambiente y ahuyentando los insectos que al caer la tarde solían aparecer. El cielo ya se teñía con matices naranjas y amarillos, el mar cambiaba sus tonos turquesa y se tornaba gris, haciendo ver la espuma de las olas aún más blanca. Se acercaba el momento de regresar, a lo lejos se veía el bote del viejo Juan como un puntito en el horizonte, ya venia por nosotros. Una parte de mi se quedaba en el Sesostris jamás lo olvidaría, el mar, la arena y el viento seguirán transformando su aspecto eternamente.

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