viernes, 8 de abril de 2011

Relato en primera persona

Era el catorce de julio, día de la fiesta nacional en Francia. Yo llevaba varias semanas en Paris haciendo un curso en la Sorbona, con la excusa de mejorar mi francés. Unos días antes había recibido la llamada de dos amigos brasileños, compañeros de la universidad, que se encontraban de vacaciones por Europa y con los que había quedado para asisti ...r juntos al desfile de los Campos Elíseos. Cuando llegué a la entrada del metro donde nos habíamos citado ya estaban esperándome y, tras los inevitables besos y abrazos, nos adentramos los tres en las profundidades bochornosas y malolientes del Paris menos glamuroso. El sórdido entorno no afectó nuestro ánimo, embriagados de pura felicidad por el simple hecho de estar juntos, de vacaciones y tener apenas dieciocho años.
Con cierta decepción descubrimos que medio Paris parecía compartir nuestro plan de acercarse a los Campos Elíseos para disfrutar de la fiesta. El andén estaba lleno de gente que, con estoica paciencia, aguardaba la llegada del próximo tren, deseando que no llegara demasiado abarrotado esta vez. Indiferentes al entorno comenzamos a trazar planes para ese día, sin prestar ninguna atención a los que nos rodeaban.
Cuando finalmente llegó el tren nos abrimos paso a empujones, siguiendo el ejemplo de los que nos precedían, y logramos entrar los tres en el mismo vagón, aunque bastante distanciados unos de otros. Yo era lo suficientemente incauta, aunque jamás hubiera osado reconocerlo en voz alta, como para confiar que un enorme bolso, colgado en bandolera y sin ninguna cremallera, sería un lugar seguro para mis limitados ahorros.
Apenas había arrancado de nuevo el tren, cuando una mujer de mediana edad, a quien la fortuna había sonreído otorgándole el regalo de un asiento, me miró fijamente y susurrando en voz baja, me indicó por señas:
- T’ont volé le portemonnaie –
Apenas entendí lo que me decía cuando algo en su mirada me hizo girar la cabeza y vislumbré un objeto oscuro que rápidamente cambiaba de manos. Miré directamente al joven que se encontraba pegado a mi espalda y supe que había sido él. Su mirada descarada, desafiante y el gesto con que me mostró sus manos, ahora ya vacías, confirmaron las palabras de la mujer. ¡Me acababan de robar la cartera!.
Tras los primeros segundos de desconcierto comencé a gritarle pidiéndole que me devolviera la cartera. Mi voz se elevaba de tono en un intento por conseguir la atención y, quizás la ayuda, del resto de los ocupantes del vagón. Pero sus rostros tan solo mostraban una mueca que iba de la rutinaria indiferencia al prudente alejamiento. Mis amigos, alejados de mí y sin posibilidad de acercarse para saber que estaba ocurriendo, comenzaron a preguntarme a gritos que pasaba. El chirrido de las ruedas del tren frenando para detenerse en la siguiente estación se sumó al estruendo que comenzaba a reinar dentro del vagón. Antes de saber que ocurría me vi empujada fuera del vagón por el mismo muchacho al que yo continuaba increpando. Mis amigos se abrieron paso a empujones, esta vez sin la consideración de minutos antes, y cuando el tren volvió a partir nos encontramos los tres frente a un grupo de seis o siete jóvenes que nos afrontaban con desafiante actitud.
Creo que fue en ese momento cuando comencé a temer que aquella situación se convirtiera en algo peor que una simple pérdida económica. Cambié el tono de mi voz, retadora e insultante hasta ese momento, y decidí apelar a su sentido del humor.
- Esta bien, tú ganas – le dije – Yo acabo de demostrar a mis amigos ser una auténtica idiota y tú, has demostrado a los tuyos, tener los dedos más hábiles de todo Paris. Así que me descubro ante ti – y al decir esto hice el gesto de quitarme un imaginario sombrero y realicé una histriónica reverencia.
El muchacho se quedó sorprendido y pude ver que uno de sus compañeros esbozaba una sonrisa.
- Solo te ruego – continué – que me devuelvas el pasaporte y el carnet de conducir. El resto es tuyo porqué te lo has ganado. Demuestra que eres un buen ganador y muestra clemencia con los que se declaran vencidos.
No sé si fueron mis palabras, mi patética actuación o las prisas por continuar su “trabajo” lo que le decidieron a dar un silbido dirigido a uno de sus cómplices, pero al momento pude ver mi cartera deslizándose por el suelo hacia mí. Cuando me incorporé después de recogerla todos habían desaparecido, dejándonos a los tres con la extraña sensación de haber sido tocados por la buena suerte. Ese día lo único que perdimos fueron unos pocos francos y pero a cambio ganamos una enorme sensación de alivio.

Diana Cerdá

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