sábado, 23 de abril de 2011

Vuelta a casa

El esfuerzo de desvestirse ha sido tan agotador, que el anciano se sienta desnudo en el borde de la cama intentando recuperar el aliento. -¿Hasta cuándo?- se pregunta tembloroso, mientras hunde su rostro entre las manos. Levanta sus ojos nublados al techo y musita, -Estoy tan cansado.-
Hace cinco años que Eduardo dejó la investigación y tres que murió su esposa Matilde. Él se daba cuenta de que cometía pequeños errores en el laboratorio y olvidos que podían afectar la evolución de un experimento. No quería aceptarlo y al principio intentó disimularlos. Se volvió irascible y buscaba embrollados argumentos para cargar las culpas sobre los pobres becarios. Luego se avergonzaba de su actitud.
Matilde fue la que lo convenció para que renunciara. Ella, con aquel aplastante sentido común que la caracterizaba, le dijo un día, - Se te empieza a notar la vejez. - Eduardo solía decir que no era fácil llevarle la contraria a Matilde, aunque esta vez admitió que tenía razón. Había dirigido proyectos importantes en el Centro de Medicina Molecular y fueron años de mucho trabajo, pero también de gratificantes reconocimientos a la labor desempeñada. Hacía tiempo que no echaba de menos su vida profesional y mucho menos la compañía de sus colegas. Demasiada angustia, demasiadas zancadillas.
Se estaba enfriando ahí sentado como Dios lo trajo al mundo y comenzó el lento proceso de ponerse el pijama. Después, extenuado de nuevo por el esfuerzo, metió primero una pierna y después otra, con cuidado, debajo de las cobijas. Cuando posó finalmente su cabeza sobre la almohada, soltó un suspiro de alivio.
Siempre pensó que cuando se retirara se dedicaría a leer todos aquellos libros que había dejado para su jubilación. Emprendió la lectura de los siete volúmenes de Proust, sin embargo al poco tiempo se dio cuenta de que olvidaba lo que había leído en la página anterior. Entonces cogió la manía de subrayar algunas frases que le parecían claves para ayudarle a recordar. Un día Matilde cogió el libro y vio que no había frase sin subrayar. Guardó aquel primer volumen de En busca del tiempo perdido en una de las gavetas del cuarto de plancha, dispuesta a devolvérselo si lo reclamaba. Pero Eduardo nunca lo hizo. Desde entonces sus actividades se redujeron a un metódico paseo por el barrio, a la misma hora y por los mismos sitios, y a ver novelas latinoamericanas en la televisión. Se entretenía con aquellas historias rocambolescas de nacimientos ilegítimos y amores contrariados. Los avatares de la protagonista, virginal y bella, le enternecían y le hacían llorar. Ya no le daba vergüenza, porque como un adolescente, había vuelto a enamorarse del amor.
Como una caricia a la mujer ausente, Eduardo pasó con suavidad su mano sobre la otra almohada. Ya no podía recordar su rostro y a veces olvidaba su nombre, pero la echaba de menos. No en balde se duerme con alguien durante sesenta y seis años. Pero ayer había empezado a oír a una persona hablando en el cuarto de al lado. Pensó que era su madre, muerta cuando él era todavía un estudiante de medicina. Entre las brumas de su mente, reaparecieron fragmentos de poemas que ella solía leerles, en la casa de Titiribí, mientras esperaban la vuelta de su padre de la finca. No era fácil conseguir libros en aquel pueblo encaramado en las montañas antioqueñas, pero su madre tenía un cuaderno donde apuntaba poemas que le gustaban. El viejo cerró los ojos arrullado por la voz cadenciosa de su madre. A través de una ventana abierta, le pareció oír el sonido hueco de los cascos de un caballo contra el empedrado de la calle y los saludos quedos de los campesinos que volvían de faenar. La llamó en voz baja, - Madre, madre, ¿dónde estás?- y se quedó quieto en la cama, a la espera de que entrara a darle un beso.

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